sábado, 4 de septiembre de 2010

La cena fría



La vela fue consumiéndose entre lágrimas de espera. Una cabeza busca refugio en unos brazos entrecruzados apoyados sobre  una mesa, ya no suena la música en el tocadiscos, ya no hay canciones de amor en un roto corazón ante un plato frío adornado con esmero, una botella de vino vacia acompaña una última copa de dolor. Un hombre espera a la mujer  que dejó de amarlo y que aquella noche ya no vendría sumergida en los labios de otra pasión, sospecha. El reloj marca las dos de la madrugada, la batalla perdida por una pérdida ya anunciada por un suave declinar de la relación por una rampa de monotonía cotidiana, el desgaste de la convivencia, las rutinas que enamoran, pero que se aman, la crueldad del amante que encuentra otro lugar donde escanciar el ardor por lo que se escapa del día a día, lo vió pero los sentimientos empañan la realidad que lustraba la insatisfacción manifiesta de aquellos ojos ligeramente rasgados, ligeramente verdes con tonos azules, la curva de una sonrisa falsa que ocultaba la sinceridad, idelizó una relación que, meses ha, no existía, sus cuerpos hacía meses que no se encontraban, su deseo no era suficiente para que ella se dejará llevar, como la última vez que, entre copas y efluvios etílicos, lagrimas que arañaban su rostro de una culpabilidad fingida, pudo hacerle el amor a un cuerpo, pero su corazón notó, como en una ráfaga eléctrica de telepatía, llámese intuición, que ya no le amaba, que todo era mentira como en una mala canción de amor, fue la última vez que la tocó, el arrepentimiento y el asco con que lo miró al día siguiente ahondó más su quebrada autoestima.
En su perturbación, arrastró sus pasos cargados  en dirección a la dignidad, era un ser humano que deseaba recomenzar la vida, las razones de su corazón ya no eran suficientes para mantenerse  a su lado, una última mirada a las sillas vacías, una mochila al hombro, un último mordisco a la carne tiesa agradablemente sazonada, un vistazo a la nevera, dos latas para ahogar penas, una carta de despedida que sirviera para justificar su marcha, si es que todavía importaba algo a ese alguien y que chispeara la indiferencia gélida de unos brazos cruzados a la altura de sus perfectos pechos acariciados por la afortunada de mi mano que separaban dos realidades encontradas en un momento de inspiración. Ella tan bella y asediada en una discoteca de moda, él ni lo suficientemente borracho para parecer idiota, pero lo suficiente para que la desinhibición extrajerá lo mejor de su vergüenza y se atrevierra a comentarle no se acuerda qué, pero que la hizo sonreir con aquella plasticidad que le daban unos dientes blancos, perfectamente alineados, y una cosa llevó a la otra y la otra se lo llevó el misterio, fue hace tiempo, fue en otro tiempo, sale del piso, cierra la puerta, un pequeño desequilibrio hace que casi ruede por la escalera, entre la tercera y segunda planta, milagrosamente, en último momento logra asir la barandilla y salvarse de lo peor de la caída física, un ligero tirón en el triceps izquierdo y un ligero rasguño en el hombro. Respira aliviado, se masajea y sigue adelante, la calle es un horno en la noche más calurosa de aquel año, abre una de las latas que engulle de un trago, todavía fresca, encamina sus pasos a otra vida, se pierde entre las penumbras bulliciosas de un estío, aparecerá en otro lugar, solo, siempre solo, buscando el camino que no existe. Sonríe recordando aquella cena fría, es su primera sonrisa lib erada de la pena y las lágrimas, con el orgullo henchido de ánimos, reconstruyendo la dignidad de su persona.

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