domingo, 10 de octubre de 2010

El entierro

 En la ribera de la ciudad se oye el repicar humilde de las campanas de la catedral insertada con calzador en la Mezquita de Córdoba, fúnebre los momentos, llantos silenciosos, ojos enrojecidos, almas empequeñecidas ante el frio roce de la guadaña en el vacio insubstancial de la vida, crucifijos, ausencia, eterna e irreparable, amor de los apenados, puños cerrados continentes de lagrimas lastimadas, entra el féretro en el coche adornado por las flores muertas en un día gris, lutos cerrados, negro contrastado por geranios en flor que adornan ventanas y balcones de las blancas calles de lo que antes fue la judería.  Las miradas se pierden en el recuerdo de la existencia de aquél que yace en paz que una vez que se expira el último aliento, el miedo a la parca desaparece con él, en la nada oscura que se abre ante todo, la angustia queda para los vivos que adquieren consciencia en esos momentos de la finitud de nuestras miserias cotidianas, encorvados como siervos ante los opulentos intereses de aquellos que yacen en panteones, patéticas ínfulas inmortales en el que el nicho se iguala en utilidades mezquinas.
Los andares de piernas pesadas y tambaleantes se acercan al camposanto a rendir el último homenaje de quien fue algo en vida, viuda e hijos afligidos, inconsolables los primeros instantes en los que no se es plenamente consciente del hueco que deja en nuestras vidas la ausencia del querido ser que con su terno de los domingos palidecía una sonrisa póstuma en el momento en el que la tapa se cerraba sobre el ataud. Toses, palabras en forma de susurros, entra en la tierra lo que sólo a la tierra pertenece, nosotros mismos. 


Descanse en paz Don Rafael García Rodriguez, mi tio

1 comentario:

Taliesin dijo...

Demonios, siento tu perdida, pero decirte que es hermoso lo que has escrito.
Un beso
Taliesin

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